Eso no es un tenista, es un demonio. El serbio Novak Djokovic salta y grita mientras gana por 6-4, 6-1, 1-6 y 6-3 ante Rafael Nadal, que defendía el título, su primer Wimbledon. El cementerio de rivales enterrados por el español sabe muy bien lo que pasa sobre la pista. Para cada zarpazo de Nadal tiene Djokovic una respuesta. Para cada cambio de dirección del anterior número uno, una carrera gloriosa, cerrada con un ataque, culminada con dinamita. Ante cada arreón del corajudo bicampeón (2008 y 2010) hay un muro que se levanta, una trinchera que abre sus fauces..., Djokovic haciendo de Nadal, pero con más tiros, más piernas y las mismas narices. Hasta ayer nadie había derrotado cinco veces seguidas al mallorquín, romo en las pelotas decisivas. Djokovic, el antídoto contra él, le batió con sus mismas armas.
A media tarde, las nubes toman el cielo y se llena de luz eléctrica la pista. Se juega bajo el ambiente fantasmagórico que presenció algunas de las mejores finales de Wimbledon. Brillan los marcadores y luchan a brazo partido los jugadores. El encuentro se mueve atado a las indicaciones de un guión intrigante. Nadal saca como nunca, a 190 kilómetros por hora de media en el primer servicio. A Djokovic no le importa. Resta como si la pelota le llegara a cámara lenta, entregada a la voluntad de sus designios, y castiga los segundos saques de Nadal, que se concentran en el 5-4 y 30-30 del primer set. Esas indecisiones le cuestan la manga a Nadal.
No fue una casualidad. Le pudo la ansiedad, le pesaron las estadísticas. Djokovic ya es el número uno. Un hombre que en 2011 solo ha perdido un partido y ha ganado 48. Todo esto trae el serbio al encuentro mientras vuelan por el aire miles y miles de insectos hambrientos.
Cuando Djokovic ataca, su pista es una línea; sus gestos, un manual de técnica, y sus ojos, la mejor de las guías: cada pelota suya encuentra la raya; cada movimiento de su cuerpo absorbe la fuerza de los golpes de Nadal y los devuelve con el doble de furia; cada vez que la bola le hace una pregunta, él ya conoce la respuesta porque ha observado antes dónde está Nadal, qué hace y cómo le espera. En la defensa, eso no es Numancia; es Troya y sus altos muros de piedra para defender a Helena: cada tiro de Nadal encuentra su raqueta, su cuerpo torturado en posiciones imposibles, su mano maliciosa. El caballo de madera con el que el manacorense intenta penetrar en ese fuerte es el arranque pasional con el que atrapa la tercera manga. Tiembla entonces el tenista invencible. Se abren las fauces del campeón, que conoce al dedillo ese partido que suele culminar con su remontada.
El encuentro, sin embargo, revela una faceta desconocida del nuevo número dos. Al ganar el tercer parcial, se procura un punto de break en el inicio del cuarto y empieza a enseñar los dientes como un caníbal. Juega mal esa pelota y Djokovic le rompe el saque en el siguiente juego. "¡Piensa!", se dice golpeándose la cabeza el serbio. Para el español debería ser el momento de marcharse a casa. ¿A qué luchar, a qué correr? Pero... no. Nadal no es así: recupera la desventaja y parece poder llevar el duelo hasta la quinta manga, su terreno preferido. Algo, sin embargo, no marcha. Es imposible perder cuatro partidos seguidos contra el mismo rival y que esos resultados no dejen marca. En los peloteos decisivos, le escocieron esas heridas. Se abrieron las cicatrices y donde normalmente halla las líneas se topó con el vacío.
"¡Eres un genio, Rafa; un genio!", le gritaba la grada. Nadal tiene un crédito infinito, armas de sobra para recuperar el sitio, voluntad, hambre y tiros. También, un problema: Djokovic, el primero que le derrota en una final grande sin llamarse Roger Federer, ha probado el sabor de la victoria y eso le ha abierto el apetito. Quiere más. No tiene suficiente. Hubo un contraste brutal entre él y su banquillo. Sus ruidosos acompañantes saltaban y gritaban, ajenos al protocolo, celebrando el título. Él solo sonreía. Quizás pensaba en qué tiene que hacer para asaltar el Abierto de Estados Unidos.